Crónica de una vieja ciudad
Desde el escritorio de Usher
Te
despiertas, pero no es hora de levantarte así que sigues en la cama y piensas
en el trabajo, en tu familia, en la situación a tu alrededor. Transcurren los
cinco minutitos más que le dijiste al despertador y te levantas de la cama. Te
vistes, a veces al azar, a veces escoges cuidadosamente cada detalle de tu
vestuario, otras tantas reniegas de eso.
Subes
como todos los días al transporte público, la ruta de siempre, las mismas
escalas. “Sígale pasando que atrás hay lugar”, “bajan en la esquina, ahorita te
pago”, “te cobras uno, bajo en la siguiente parada”, “por favor los que faltan
de pasaje”, “¡bajan, té dije que bajaba en la esquina!, “¡no llevas animales!”.
Un
“súbase, siéntese y cállese”, “los niños mayores de tres años también pagan
pasaje”, “no tire basura no sea…”, “no haga corajes, haga dieta”, son los
comunicados que parecen explicar todo el funcionamiento en una unidad que
parece tener más años que el chofer y el cacharpo que vienen operándola, juntos.
Y
como en toda buen ciudad terminas atrapado en el tráfico, tal parece que entre
más temprano te levantes y salgas de tu casa, únicamente encuentras más
temprano la interminable fila de coches, que a vuelta de rueda transitan por una
y otra calle hasta su destino, acompañados del incesante sonido del claxon, del
“chinga tu madre”, del enfrenon de último momento y en los últimos metros, de
toda la “habilidad” que parecen tener los automovilistas mexicanos.
Ya
en el Metro subes escaleras, bajas escaleras, a la derecha por el pasillo, a la
izquierda por el otro pasillo, esquivas lo “nuevo, de moda, de novedad” y
llegas al andén, te enfrentas al ajetreo de poder entrar, recuerdas tus clases
de física, pero sientes que al instante ya no tienen sentido alguno, subes y
cualquier contorsionista te envidiaría.
Tu
riñón derecho donde va tu bazo, tu hígado donde va tu riñón izquierdo, tu
estomago más abajo, tu intestino más arriba y tu corazón, al fondo a la
derecha.
Bajas
del Metro, sales al exterior y a veces parece que esas hileras de escaleras te
subieron de lo más profundo del Infierno, ¿por qué no viste antes de entrar el
letrero de “abandonad la esperanza todos los que entren aquí”?
Caminas,
andas en bicicleta –al cabo es fácil, es como tener sexo-, subes de nuevo a un
transporte público, pides un taxi, -cada quien elige su veneno y la dosis- para
llegar por fin a tu trabajo.
Te
enchufas a tu lugar de trabajo y tomas la píldora azul y cual mecánica simple
aprietas turcas de un interminable engranaje para que cual bailarina en una
caja de música cumplas una rutina, al son de una música prefabricada: ♪♫
el reporte♪♫ quiero
eso en mi oficina a las 13:00♪♫ no se
les paga para que estén platicando♪♫ para eso
es la hora de la comida♪♫…
Te desconectas a la hora de la salida y cual
robot sigues una línea y atraviesas la puerta de salida; regresas a la calle,
para empezar la Odisea de regreso, otra vez el familiar sonido del claxon y de
las mentadas de madre que salen a decibeles intolerables, otra vez el Metro, otra
vez el micro, otra vez la interminable fila de autos que no llegan a ningún
lado, pero que te llevan a tu hogar.
Cenas, sintonizas la… “hoy fue el asalto número…
el muerto número… detuvieron al… VIVES
mejor tomando… hOy tú puedes ser el
ganador… SOBREVIVEn de milagro a
aparatoso accidente… SSiempre fiel a
sus colores el graan jugador…”.
Después de un día más, te acuestas de nuevo a
dormir, a descansar de la rutina de hoy para mañana amanecer a la rutina de ese
que parece ser el mismo día. Te acuestas, intentas relajarte cuando “viejo, ya
llegaron los recibos de las cuentas del gas, la luz, la renta, la…”.
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